jueves, 10 de enero de 2013

Trabajo final - La ventana de Ángel

La ventana de Ángel

7:00 am
Amanece. La vieja maleta de madera lleva dos días cerrada, en la misma posición, inmutable e indiferente a la mirada de Ángel, su dueño. Mientras, él se entretiene anudando los jirones de la sábana andrajosa del primer hostal que encontró entre los callejones sumergidos de la gran ciudad.

No se ha movido de la cama; no ha podido. El sudor resbala por su frente ennegrecida con los restos del último carboncillo que le queda. Su bloc amarillento reposa junto a él, sobre la colcha. Dentro del cuaderno hay un sin fin de hojas, muchas de ellas sueltas y envejecidas, en las que aparecen los esbozos de caras sonrientes, infantiles y adultas, algún octogenario y sobre todo, la repetición de un mismo boceto. El mismo rostro inacabado una y otra vez.

19:00 pm
La ventana sigue abierta. Desde ella, Ángel observa cómo el cielo apremia la caída del sol que se desvanece en el horizonte. Desde que llegó, ese horizonte se le antoja finito. Aún no ha reunido fuerzas para cerrarla y poco a poco el frío consigue enhebrarse, tejiéndose en su piel, y clavándose como si de finas agujas se tratase, a través de los surcos de su raído jersey de lana.

La noche ha caído y todo se ha oscurecido con una velocidad pasmosa. Sin darse cuenta, se ha visto envuelto por la sombra de la capital, y en su ahora dormitorio tan sólo alcanza a vislumbrarse los escasos muebles sobre los que serpentean los halos de luz de la farola de la calle. Su ansiedad crece por momentos, vuelven los pálpitos desenfrenados y su acelerado pulso marca el comienzo de una nueva crisis. Su mirada se pierde, sus músculos se contraen y el horror que le causa la idea de morir sólo le asalta, golpeándole con fuerza la sien y el estómago. No teme al dolor, teme temerlo. A Ángel le asusta el miedo.

Intenta dormir para así no pensar. No pensar en su hermano pequeño, Bruno. Sólo hacía un año que se había ahogado en el río del pequeño pueblo en el que vivían junto a su madre, que desde hacía más de seis, padecía la enfermedad del olvido. Ángel siempre creyó que el alzhéimer de Anabel había llegado en el peor momento, justo cuando ya había conseguido olvidar las miserias que le habían rodeado desde que su padre les abandonara para empezar de cero en algún país extranjero. Sin embargo, no todo fueron desgracias en su vida. Hubo un tiempo en el que todos fueron felices.
Ese tiempo se había borrado de su mente, dejando paso a una matrioska emocional donde cada temor encierra uno más pequeño, apenas perceptible, pero infinitamente más peligroso que el anterior.
Ahora su mente es golpeada con recuerdos del campo. El siena de la tierra, el rojo bermellón de las amapolas, el borgoña de la vid…Recuerda el color en su vida y maldice esa veladura en sepia que hace meses se ha instalado en su rutina, desde que se levanta a las cinco de la mañana para abrir la estación, hasta que pasa el último tren de las doce. Aún lleva puesto el uniforme. Se acuerda de la inocencia de sus comienzos como guardián del ferrocarril. Por aquellos años, sus amigos aún jugaban a la pelota mientras Ángel se despertaba con la luna, corriendo calles abajo perseguido y custodiado por los perros insomnes del pueblo. Sólo él disfrutaba del privilegio de portar la enorme llave de acero negro que abría las puertas de la estación. Con una más pequeña, entraba al cuartucho que hacía las veces de recepción, venta de billetes y consigna, y hasta bien caída la noche, ofrecía asientos, cargaba las maletas y recibía las propinas de los felices pasajeros que se perdían en el vaivén de los vagones.
Con tanto tiempo libre había llenado un sinfín de libretas con colores pasteles, ceras y acuarelas que traía Anabel de la ciudad cada mes, después de comprar el tratamiento que frenaba los episodios epilépticos de su hijo menor.

Su estómago, que ahora se retuerce entre el silencio sepulcral de la habitación, le saca de sus cavilaciones. No ha comido nada desde que llegara dos días atrás, y aunque su cuerpo no se había quejado hasta el momento, tiene la tez pálida y los ojos hinchados y hundidos en un malva ojeroso. Con miedo, se agarra al borde de la cama, comienza a inclinarse cautelosamente y a un ritmo extremadamente lento, alarga el brazo hacia el suelo. Por fin se acerca y sus yemas rozan el corcho de la botella, que atrapa torpemente, como el pescador que percibe la tensión de la cuerda y tira de ella para evitar que su presa se escape. Bebe compulsivamente salpicándolo todo y tintando de gotas moradas las sábanas desechas.
Con la embriaguez vuelven los miedos. Todo a su alrededor se tambalea y agradece estar sentado. Lo agradece y lo detesta al mismo tiempo. No ha reunido valor para poner los pies en el suelo, caminar hacia la ventana y acabar con todo y nada al mismo tiempo. Al fin y al cabo nadie le echaría de menos. Por eso la deja abierta, para no olvidarse de cruzarla llegado el momento.
El efecto del vino hace que de pronto se sienta liviano, tan grácil como frágil.
Se acaricia las manos con suma delicadeza, escrutándolas e insistiendo en las líneas que se cortan en la palma derecha, donde una mezcla viscosa de sudor y polvo del bastón del carboncillo ha calado en sus poros. Tal es su abstracción, que el decorado ha vuelto a perder nitidez, dando paso a un súbito deseo de gritar. Y así lo hace. Grita tan fuerte que su rabia muda de piel, convirtiendo el odio en pena, en un lamento tan sincero y desgarrador como el aullido de un perro callejero.
En su desolación no caben alegrías, ni las más mundanas. No hay sonrisas, no hay nada ni nadie. Todos le han abandonado, se han muerto… ¡qué sencillo!, pensó.
Revuelve la tela desesperado, no puede creer que no encuentre el cuaderno, ¡pero si estaba aquí mismo! Cuando al fin atina, descubre un sinfín de trazos negruzcos, sucios, que ondean en el papel, delineando lo que parecen ser un perfil y varios frontales de un mismo retrato. No hay un solo dibujo acabado. Los esbozos se cortan siempre a la misma altura: los ojos. ¿Cómo pintar la mirada de quien ya no ve? Con los años, y por desgracia, Ángel había aprendido a verlo todo bajo el influjo de una empatía asfixiante, que le hacía padecer los dolores ajenos y sufrirlos con una intensidad insana. A su forzosa avenencia se había sumado, durante este último año, un hondo sentimiento de agonía permanente, que movía en él un pavor continuo hacia lo desconocido. No entendía el principio de su existencia, del mismo modo que ignoraba los detalles del que sería su final. Pese a todo, cualquier desenlace, por macabro que fuese, le resarciría de una vida de tragedias.
Mantiene la mirada clavada en la maleta. Aborrece la irritante quietud con la que se muestra, impasible ante sus histerias, observando con descaro desde la distancia y dando forma a lo que Ángel entiende como una sonrisa burlona, dibujada por las arrugas que se forman sobre el cuero que la envuelve. Claro que todo forma parte de su infinita imaginación. Solo le faltaba eso: perder la cabeza.
Por un momento, siente el rubor propio de un borracho en la fase de autodestrucción, víctima de sí mismo y de la peor de sus adicciones, la nostalgia, y aún consciente de sus delirios, no duda un instante en jugarle un pulso a la maleta.


Ha puesto un pie en el suelo, el izquierdo, para no variar. Está seguro de no haber ordenado tal movimiento. Se sorprende a sí mismo bajando el derecho, aún con cierto recelo, mientras su mente dispara una multitud de escalofriantes sensaciones que recorren la totalidad de sus poros, tensando su piel y erizándole el vello de la nuca y los brazos. Sus piernas tiemblan y cae de rodillas. Desde el suelo, escucha cómo el crujir de sus huesos se abre paso entre el eco del asfixiante silencio del cuarto. Rendido al dolor, arrastra su cuerpo hasta la esquina donde el cuero, bajo un ángulo distinto, parece haber dibujado una mueca compasiva, casi más hiriente que la primera. Se agarra con rabia a las cantoneras de hierro que protegen los vértices, y haciendo uso de una extraña e inesperada fuerza nacida del vientre, revienta la cerradura de la maleta, que ahora se muestra abierta de par en par, como la ventana. En su interior reluce la hoja de una pequeña navaja lacada, y el dorado de dos portarretratos antiguos. La sonrisa de su hermano brilla, tanto como el marco, entre los tonos grisáceos y blancuzcos de la foto. Sus ojos irradian ternura. Anabel tiene al pequeño en los brazos y, su mirada, algo más perdida, rebosa dulzura y promesas de protección. Ángel es el protagonista de la segunda fotografía. Posa sonriente, orgulloso y seguro. Junto a él, la monumental verja de la estación y sus más fieles compañeros; tres perros pastores de distintos tamaños.
Sus pensamientos son ahora interrumpidos por una imagen. Es él, sentado en el tren de las doce. A un lado, un bloc, una botella de vino y una caja de pinturas. Al otro, su equipaje. En medio, el reflejo de la desazón. Un cuerpo etéreo, sin dueño. Hacía tiempo que le rondaba la idea de marcharse, por eso, hacía solo cuatro días que había rescatado del altillo la vieja maleta cobriza que recibió en nombre de su difunto y desconocido padre, como única herencia, de manos de un amigo de la familia. Decidió desaparecer silenciosamente para no alterar la rutina del pueblo, pues la funesta noticia de un suicidio alborotaría a sus vecinos, torturando sus conciencias con falsas punzadas de culpabilidad.
Sin pensarlo dos veces, saca la navaja, echa un último vistazo al interior de su equipaje y se levanta. Con el cuchillo en la mano, avanza hasta una puerta entreabierta de madera tras la que se encuentra el servicio. Hay una bañera con patas dispuesta en diagonal cortando la esquina, un taburete oxidado, una palangana de hierro y, sobre los caños del lavabo, un espejo ovalado con manchas diminutas fortuitamente distribuidas. Prudente, lo observa todo desde la puerta, aguardando como único espectador el desenlace de su propia función. Mira de soslayo el espejo, escasamente iluminado por la tenue cortina de luz que abre camino a la aurora. Se acobarda. Aunque sus piernas ya han retrocedido, la mitad de su cuerpo se asoma temeroso al interior del baño, donde el cristal le devuelve el reflejo de un desconocido. Un sabor amargo recorre su paladar: la náusea que le produce la realidad. No en vano se ha desterrado a un país de sabanas desechas, alcohol y lamentos. Sin más miramientos, dirige el cuchillo al cuello, hundiendo su punta en la piel. Siente cómo sus latidos bailan al compás que marca su agitada respiración, que va en aumento, y un sudor helado se columpia entre los surcos que han cristalizado una mueca de horror en su cara. Cierra los ojos con todas sus fuerzas. Ladea la navaja y la desliza. Repite ese movimiento hasta doce veces.
Se mira fijamente y por fin, se ve. Es él. El candor de sus ojos le delata. Aún sin serlo, Ángel se siente liberado de una carga colosal: la densa barba que cubría sus inseguridades, donde mecía su vergüenza y se escondía de un mundo inhumano. Esa barba que le daba una apariencia de bestia indomable y solitaria. La misma que había robado la identidad de su mirada.
Camina decidido, cruza la habitación y se detiene frente a la ventana. A través del pequeño cuadrado observa cómo el sol ha vuelto a salir, por el mimo sitio, a la misma hora. Por primera vez, repara en los transeúntes, que desfilan por la acera de la calle de enfrente. Se deslizan meditabundos, ocultos bajo las pieles de sus abrigos y envueltos en pañuelos de colores apagados, absortos en la trivialidad de sus preocupaciones. De vez en cuando levantan la cabeza y se miran entre ellos, pero pronto se arrepienten, y entonces se vuelven pequeños e invisibles de nuevo. Lástima, pensó, soy como ellos.
Ha vuelto a perder el control de sus intenciones, y su ingrávido cuerpo se estremece al contacto con la caricia húmeda del viento: de pronto lo entiende todo. Cierra bruscamente la ventana. Sonríe. De camino a la puerta recoge el cuaderno y la fina varilla de carbón que le queda. Con esto bastará, se repite, dejando atrás el hostal. Tiene un dibujo que terminar ahora que ha vuelto a encontrarse.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Pie Forzado - "Tinta roja"


Hacía tiempo que sus piernas habían cedido al cansancio, trazando el recorrido de una cabalgata de hormigas que trepaban por su piel pellizcándole los muslos.
Se deshizo del calambre saltando, recogió el libro y arregló la cama. 
Salió de puntillas de la buhardilla, adaptando su peso en cada pisada para evitar que el crujido de la madera se chivase de su presencia. Las grietas de los tablones dejaban entrever la silueta de su madre desde el primer piso. Pobre mujer, pensó, siempre ahí sentada, sola. Sacudió enérgicamente la cabeza para borrar la imagen de una bronca inminente, pues hacía rato que sus hermanos habían salido de la escuela, así que bajó lenta y silenciosamente las escaleras, consiguiendo deslizarse por el pasillo con la ligereza de una pluma. 
Cuando llegó a la escuela, Ricardo descansaba sobre la puerta en una postura despreocupada que a todas luces se intuía forzada. La idea de otro intento por seducirla le hizo sonreír. 

- ¡Hola María! - su alegría era evidente, tanto que ella no tuvo por menos que devolverla.

- ¡Buenas tardes Don Ricardo!, venía a por mis hermanos. Ya sabe como son, hay que vigilarlos. - conocía la reacción que despertaría en un chico joven como él un trato tan formal, más aún viniendo de ella, pero era el profesor, le debía respeto y la verdad es que encontraba muy divertida la idea de contradecirle.

- Justamente acaban de irse. Y por favor, tutéame.

Ricardo había llegado al pueblo con intención de sustituir al maestro, que cayó preso de una extraña enfermedad que nadie conocía, pero pronto se ganó la simpatía de los vecinos. Fue tras la repentina muerte del primero cuando pidió el traslado. Traía de la ciudad los libros que sabía que acabarían en manos de María. Con los días aprendió a escoger bien cada ejemplar. Descartó la novela histórica, las lecturas bélicas y la fantasía. En poco tiempo transformó el único estante que adornaba las paredes del colegio en un escaparate de lecturas de dos rombos, todas escondidas, eso sí, bajo montañas de tebeos. 

- Entonces me voy, - contestó María - habrán ido a merendar... 

- Espera, - le interrumpió- hace unos días que quiero hablar contigo, ¿entramos? - el muchacho señaló el interior de la escuela.

No era la primera vez que un chico le abordaba con excusas. A María los hombres le recordaban a las crías de gato, con las que uno debe jugar sin llegar a encapricharse. 

El gesto de él había cambiado, se había vuelto serio. ¿Qué querrá de mí?, pensó. ¿Tendrá que ver con los libros que he cogido?.

- Siéntate por favor - Ricardo acercó una silla a su mesa y se sentó frente a ella -.

- Tú dirás. 

- He observado que te gusta leer... - hizo un descanso, estudiando la reacción de María que ahora se agitaba nerviosa en la silla -. ¿Me equivoco?

- No, no te equivocas. ¿Hay algún problema?

- Ninguno. Precisamente de eso quería hablar. Eres una chica inteligente, eso no es ningún problema...¿has pensado en estudiar?

- ¿Aquí?

- Sí.

- Oye Ricardo, yo no puedo ir a la escuela. Te lo agradezco pero no puedo.

- ¿Es por tus padres?, ¿Puedo hablar con ellos?

- No puedes. Tengo que atender la panadería y la casa con mi madre. Apenas tengo tiempo para leer.

- Una hora al día, solo una. 

- No puedo de verdad. Además ¿qué iba a pensar la gente?

- No tiene por qué enterarse nadie. Te daré clases sólo a ti, cuando salgan los niños, con la excusa de traerles la merienda. Puedo cerrar por dentro y nadie nos verá. Estoy seguro de que quieres hacerlo. Empezaremos de cero.

- ¿Y qué ganas tú con todo esto?

- ¿Yo? Pues...pan, por ejemplo.

- ¿Pan?

- Quiero decir que podrías traerme una barra cada día, como pago. 

- Eso es absurdo...

- ¡Y magdalenas! -Su cara dibujaba una mueca suplicante pero divertida-. Toma.

Dejó un libro sobre la mesa muy parecido al que estaba leyendo en casa. Tenía la cubierta aterciopelada, de color rojo, y en ella había bordado con hilo dorado un título: "La Señora Dalloway" a continuación de la inscripción "Virginia Woolf".

- Son todos de esta autora...quiero decir, los libros que has estado cogiendo. - María bajó la cabeza, sus pómulos se encendieron de vergüenza- .Oh, no te preocupes, no pasa nada, te habrás dado cuenta de que te he traído más. Este no lo tenía, lo saqué de una biblioteca, es un tanto complicado, profundo diría yo. Léelo, luego podemos comentarlo.

- No sé...

- No contestes ahora si no quieres. Vete a casa, lee y piensa en lo que hemos hablado. Es complicado pero merece la pena. Necesitas una pluma, todos los alumnos tienen una, yo te regalo la mía. ¿Sabes escribir, no?

- Sí. Mi madre me enseñó. Bueno, no tengo la letra bonita, pero me defiendo. Lo justo para anotar los pedidos y las cuentas, ya sabes... Me tengo que ir. Gracias por la pluma, me lo pensaré.

- Te estaré esperando.

Sin más tardanza se levantó, recolocó su vestido negro y metió el libro y la pluma en la talega donde guardaba la merienda de sus hermanos.
Podía sentir cómo Ricardo clavaba la vista en su espalda mientras salía, una mirada de ojos oscuros que brillaban ante la idea de encerrarse juntos una hora al día. Podía confiar en sus intenciones, pero sería absurdo obviar la evidencia que delataba los deseos del chico. Hacía tiempo que María rascaba la tripa del gato Ricardo...

Llevaba algo más de dos horas tumbada, inmersa en la lectura del tomo de tapas carmín, cuando la sorpresa de un garabato le liberó de su letargo literario, sacándole a rastras de una vida ajena que poco a poco hacía suya con cada página que pasaba. Alguien había subrayado una frase con tinta roja: "A través del sufrimiento se alcanza el conocimiento".

Nunca había pensado en la posibilidad de guardar una frase, quizá porque nunca tuvo los medios, así que revolvió el cajón de su mesilla, sacó su regalo y un pedazo de papel arrugado. Aquellas palabras le habían hecho pensar, quería meditarlas, que fueran lo primero que viese al despertar. Con cuidado, se agachó sobre la mesa y deslizó la punta de la estilográfica. Se preguntaba cómo escribiría la pluma de un profesor:
A   t  r  a  v  é  s   d  e ... ¿en color rojo?

- Está bien, murmuró para sí. Mañana haré magdalenas.

jueves, 8 de noviembre de 2012





Mírame
Simplemente no puedo creer
lo que han hecho conmigo
...
Sólo quiero ser.

"...se hace camino al andar"

                                                   

                                                 Litografía de Roberto Ranz Calvo


No cerró la puerta al salir, uno nunca debe cerrarlas para siempre cuando  se trata de huir. Caminaba a paso lento, como el de quien espera un último reclamo, meditabundo, imaginando los vítores que despertaría en los demás la meritoria y costosa tarea de asumir las decisiones que se escupen bajo el influjo de la rabia. 
Su cuerpo avanzaba automáticamente, repasando el fondo de un camino que pronto se borraría de su memoria, y con él vendrían los rostros. Qué duro es tratar de recordar la forma de sonreír de un ser querido: apretar con fuerza los ojos, fruncir la frente y dirigir todo tu esfuerzo a dibujar una mueca en la que no reparaste tiempo atrás. Qué vacío producen los silencios de la soledad, esos que mordisquean el alma y hielan los sentidos.
!Qué pesadez! -pensó-, no hay carga mayor que la propia sombra. 
Aún con todo no cesó su marcha. De repente, su espejo mental le mostró la imagen de un rey destronado, una bestia de ojos vidriosos y achicados por la pena que arrastraba los pies, perdiéndose entre una cortina de polvo.
Huyendo.


lunes, 5 de noviembre de 2012

Juana Castro: "Hay que dejarse influir"

       

      Mediante la descripción de hasta seis escenarios distintos, la premiada poetisa Juana Castro, natural de Villanueva de Córdoba, inauguró el taller de autor del pasado miércoles 31 de octubre. En ellos, y con ciertos matices autobibliográficos, la escritora retrataba las vivencias de una joven aficionada a la lectura, rodeada por el ambiente tradicional de un cortijo andaluz, que en un acto de rebeldía y consciente de la universalidad del sentimiento que le impulsa, (movimiento que más tarde descubrirá como feminismo), decide abandonar su hogar, dejando atrás marido e hijo.

    La charla, redirigida por su colega argentina Noni Benegas, se mantuvo fiel a dos ideas base que configuran la esencia de su poesía, siendo éstas la lucha por la igualdad de género y por la superación de los momentos dolorosos de su vida, experiencias que la autora compartió con el público. 
Entre su bibliografía destacó obras como Narcisia, de cuya lectura se extrae la imagen de una figura divina con nombre de mujer. Los cuerpos oscuros, compuesto por poemas dedicados a la memoria de sus padres o Arte de cetrería, cuyo poemario establece un vínculo entre dicha práctica y la idea del amor.

     La ponencia se cerró con una ronda de dudas entre las que surgió una realmente interesante: "¿comparte todo lo que escribe? Su respuesta, tan rotunda como rápida devolvía una negativa que incitaba a la reflexión. ¿No es la escritura un medio de evasión y desahogo? Quizá lo sea pero, por alguna extraña razón, muchos y otros tantos sentimos pavor ante la idea de desnudar nuestra mente sin censuras ni filtros ante un mundo tan fiero. Este atrevimiento parece ser el secreto de su éxito, pues éste no se limita al reconocimiento público. A mi entender, la misma culminación de una obra marca su triunfo si en su redacción y, como puntualiza Juana, encontramos la libertad de verter nuestras preocupaciones y alegrías. 

    La carga emocional de sus composiciones, y en particular de su libro Del dolor y las alas, resulta demoledoramente sincera, nacida de la agonía de quien convive con la ausencia de un ser querido y que, de forma asombrosa, consigue abrirse paso entre el dolor para recobrar fuerzas. Me sorprendió la temática de sus versos, construidos armoniosamente en los que se intuía perfeccionismo y musicalidad y que, según confesó, se sirven de la recreación de imágenes fugaces repletas de colores y texturas que atrapan al lector desde el primer verso. Por último, querría destacar la naturalidad con la que recitó cada uno de los poemas, en los que se sumergió para transmitirnos el sentido de sus palabras. 




De La Captura Nocturna De Halcones Por Deslumbramiento de Juana Castro


La muerte es una alondra descubierta en la noche.
Ahora sé que, transida, con su brazo fervoroso de arándanos me acecha.
De mi alcoba, tan lejos maduraba,tan secreta y tan dulce,
 certera de mi olvido,que sólo tras el mar, en otra orilla,
su manto desplegaba de ternura. Fue preciso el camino.
Andar por otras tierras, absorber otra luz, otra lengua, 
sigilosa y terrible su huella por las piedras.
Con mis ojos la he visto.
Estuvimos tan cerca, que el fulgor de su música,
 como nieve bajaba, ciega al mar, por mi cuerpo.
Fue un instante de amor. 
Sólo el tacto luminoso y atroz de la distancia.
Mas vivo, desde entonces,de velada, viviendo por morir.
Por bajar, o ascender, y en el infierno de su efímera mano, 
venturosa, sucumbir finalmente de hermosura o maldad.


lunes, 29 de octubre de 2012

Marta Leonor González


                                    "Nadie aprende en cabeza ajena"




       El pasado 24 de octubre, la asignatura Escritura Creativa recibió en su primer taller de autor a la poeta y periodista Marta Leonor González, natural de Boaco (Nicaragua). La versatilidad de su recorrido laboral abarca las profesiones de editora, narradora y fundadora de diversas agrupaciones literarias, además de un marcado interés por la actividad política. La conferencia se inició con una breve exposición de la influencia que han ejercido los conflictos bélicos sobre la población Nicaragüense y, en consecuencia, sobre su poesía, que conserva de su historia la preocupación y el miedo vivido durante la dictadura de los Somoza y la posterior revolución popular allí acontecida. La autora nos desvela las claves de una escritura de calidad, destacando la necesidad de observar nuestro alrededor, apreciando la belleza de las pequeñas cosas y plasmando con originalidad mediante palabras, las sensaciones que nos producen los estímulos que recibimos diariamente. Todo ello complementado con el hábito de la lectura e incluso la redacción de pequeños diarios personales.

   En la poesía, puntualiza, "encuentra la libertad de expresión de la que carecen otros géneros", permitiéndole trabajar con numerosas realidades, escapando de la autocensura que imponen categorías como las crónicas periodísticas. Este es, según la ponente, el motivo por el cual redirige su carrera hacia la lírica a partir del año 1998, en el que publica su primera colección de poemas, bajo el título Huérfana Embravecida.

    Resulta admirable la fascinación que despiertan los autores que, como Marta Leonor, presentan esa dualidad artística que los sitúa en una posición aventajada entre la cordura y la locura del creador, pero aún sorprende más el hecho de sentirse animado por un artista consagrado a "volverse un poco loco".

     Fue su discurso una invitación a la reflexión, durante el cual la pasión por la poesía ondeaba en el aula, haciendo sonar más contundentes las cuestiones que se planteaba Pablo Neruda en su Libro de las preguntas, descubriéndonos a muchos la magia de jugar con las palabras.
La clase tomó un cáliz surrealista -en el mejor sentido de la palabra- muy inspirador, cuando, con la intención de iniciarnos en la tarea de liberar nuestras mentes, fuimos invitados a levantarnos para abrazarnos entre nosotros.

    De su paso por mi pequeño universo “escritural” me quedo con la fuerza de su atrayente personalidad, con una ilusión renovada por descubrir nuevas voces y con el consejo que a modo de moraleja se escondía en todas y cada una de sus frases: el secreto para contar algo es haber vivido/sufrido/disfrutado de muchas y muy distintas experiencias. Así como me llevo, devuelvo también mi gratitud y la promesa de una nueva lectora.


Con rostro de hoja, piedra y luz
Publicado en "La casa de fuego" 2008.

Al fin de la tarde
la mujer vuelve a la noche
su piel negra es blanquecina
respira algas.
En su mano las flores,
el anillo de zafiro reluce entre escarabajos

Una banda de hormigas secretas
susurran a su oido
-la espera de los ausentes-
arpillan botones
estrellas, 
llevan hilos de su vestido rosa,
-secretos en el sarcófago-

Nos dejaste
albahaca
pan
y ceniza
las hierbas que adornarán tu cabeza.

De aquellos lugares vos conocés el canto
donde grillos enmudecidos
húmedas paras rozan tus labios
como besándote
beso de mi mejilla
atrapado en dolor
dejado fugaz en la tarde.

Araña el suelo
-pálida muerte te espera-
en mi casa un altar de conchas y caracoles
una llama arde en tu nombre.

Desata tiernamente tu pelo
y ondea esa bandera que siempre soñaste
en Managua el cielo es rojo
y se tiñe de negro el lago
los dos colores que preferiste
para tu casa
y grita otra vez
!Puta vida¡

lunes, 22 de octubre de 2012

Escenario



 Aguafuerte de Roberto Ranz Calvo

La panadería inauguraba el frontal de la plaza, siempre abierta, perfumando sus esquinas con olor a leña y mantequilla. María salía de ella como cada miércoles, bolsa de la compra en mano, con intención de, esta vez sí, coger algo en el mercadillo. Se dirigía decidida al puesto de la fruta cuando un inesperado tropiezo le sorprendió a su espalda. !María! perdona chica, es que voy perdida, si tú supieras, la Valeria, la rarita, sí sí esa, que está preñada... qué vergüenza, ¿te imaginas?, con nuestra edad, (mirada corta al expositor) !por dios qué caras van las judías¡, ¿te lo puedes creer?, ¡qué fresca!, ¿que llevas prisa?, pues no te molesto, no olvides contárselo a tu tía, y a ver si me guardáis una hogaza para...
Las últimas palabras morían en la distancia, pues María conocía los detalles de las extensas tertulias que se iniciaban sin quererlo con Fernanda "la curiosa". 
Sin más dilación, cruzó la plazoleta circular a trompicones entre la marabunta de gente, mezcla entre vecinos y gitanos, casi en la misma proporción. El mercadillo quincenal se había convertido en el evento social más destacado del invierno, después del carnaval.
La salida del pueblo la presidía un pequeño puente romano a medio caer al que muchos temían y otros tantos evitaban, optando por rodear la villa desde la orilla opuesta. Lo cruzó rápidamente, y corriendo al galope de una urgencia incomprensible incluso para ella, doblemente extrañada por su creciente impaciencia y por el deseo de gritar que le sacudía el pecho: llegó a la montaña. 
La altura de su pequeño mirador le permitía observarlo todo con más calma, con la tranquilidad de saberse escondida...pero, ¿escondida de quién? -se preguntó-. 
Pronto lo entendió. Allí estaba, bajo los tablones de madera podrida que apenas sostenían el techo de una taina abandonada. ¿Quién construiría esta caseta?, con lo que cuesta subir hasta aquí... Su cabeza se fundía con los hombros, vencidos por el cansancio, y sus manos de porcelana caían sobre la tripa, con un gesto de recogimiento casi maternal...
¿Y ahora qué?

martes, 16 de octubre de 2012

lunes, 15 de octubre de 2012

Personaje



Se llama María, como todas y ninguna al mismo tiempo. Su mirada cristalina está barnizada de un azul endrina, y de ella se desprende el aroma fresco y tierno de la juventud más dulce jamás perseguida.

Muy a su pesar, se ha visto envuelta por el luto en la pulcritud de vestidos negros que, lejos de despertar condolencias, suscitan los deseos más tímidos de los hombres jóvenes y no tan jóvenes del pueblo. Su piel, blanca como las nubes, encierra el secreto de los ignominiosos encuentros de los que se hace protagonista, movida por la pasión que la embriaga, culpa de las lecturas prohibidas que roban su tiempo. En ocasiones y siempre en soledad, su espíritu risueño se ahoga en una marea de miedos e inquietudes que hacen flaquear la solidez de su apariencia. 

Su felicidad se tambalea en invierno, despega con fuerza en primavera y se duerme en verano. Del otoño recibe los paseos matinales y los tonos terrosos del campo, los juegos infantiles con sus hermanos y el sabor de los caramelos de nata que vende en la panadería.

Íntima amiga de la insumisión, María representa el papel de quien se sabe abocada a la infelicidad que genera la obligación de deberse a los demás y sus caprichos, aunque para ello haya de esconder la verdadera fuerza de su interior. Esta es la historia de una mujer forrada de madera carcomida: aparentemente perfecta, pero vacía por dentro, y de sus fatigosos conflictos internos, nacidos del rechazo que le produce la sola idea de imitar una vida extrañamente familiar e impersonal: la de su madre.

Personaje


  • ¿Dónde ha nacido?

Nació en un pequeño pueblo asentado sobre una llanura en tierras castellanas, arropado por pinares y delimitado por el caprichoso curso del Duero, bajo la sombra de un risco. En concreto, María se asomó al mundo un día de tormenta, entre la oscuridad propia de una habitación sin ventanas.

  • ¿Qué tipo de familia ha tenido?

Su familia bien merece el adjetivo “tradicional”. Regentan el único establecimiento de la zona: una minúscula panadería donde se hornean los dulces que abastecen a los pueblos vecinos. Su padre, campesino, sus hermanos, campesinos, su madre: campesina, panadera, pastelera, recadera, educadora, ama de casa…

  • ¿Sus padres le querían?

De su padre ha recibido el cariño proporcional a la división del amor entre siete hermanos. A su madre Dolores le une un vínculo singular, una especie de “ni contigo ni sin ti”. Ambas se saben irreemplazables en el hogar, pero comparten el deseo de desaparecer, de mecerse en los brazos de la soledad perpetua, de escapar del pueblo, de escapar de todos, y posiblemente, ¿quién sabe?, de escapar juntas.

  • ¿Qué calificaciones sacaba en el colegio?

A diferencia de sus seis hermanos menores, nunca le fue ofrecida la posibilidad de asistir a la escuela. Fue su madre quien, con paciencia y entre el trasteo de los calderos, le enseñó a leer y escribir.

  • ¿Qué libros leía de pequeño?

Devoraba los clásicos que robaba de la escuela. Entre el género infantil, las historias de caballeros antiguos y las narraciones bélicas que tanto le aburrían, María buscaba las obras prohibidas que el maestro escondía cada martes, mientras sus hermanos recogían las mochilas al salir del colegio. Se embriagaba de la sensualidad que desprendían los relatos eróticos de Virginia Woolf, dulcificando sus vehementes pensamientos con la lectura de alguna novela de Corín Tellado.

  • ¿Cómo es físicamente?

Es espigada como una ortiga. Tiene el pelo castaño, recogido con pasadores de alambre, disimulando una libidinosa melena larga y ondulada. El negro de sus vestidos acaricia su silueta, marcando las redondeces de su cuerpo recientemente desarrollado. Tiene la piel blanca como las nubes, adornada con una constelación de lunares que trepan por su cuello y se borran en la nuca. En su cara refleja el sol de sus mejillas rosáceas, y sus labios son finos, siempre tersos en una cómoda mueca de complicidad y ternura. Todo ello le confiere una fachada confusa, mezcla entre la estampa de una mujer inocente, obediente y familiar, y la de un animal indomable.

  • ¿Siempre ha sido igual o ha cambiado mucho con los años?

Se trata aún de un alma joven que empieza a conocerse, pero siempre ha tenido una forma peculiar de contemplar la realidad.

  • ¿Cómo son sus ojos?

Tiene una mirada astuta y directa, y sus ojos son azules, como dos endrinas diminutas y  saltonas.

  • ¿Tiene defectos físicos?

Goza de una salud de acero.

  • ¿Tiene traumas psicológicos?

María convive con su yo más destructivo. Distrae sus miedos para evitar que la devoren. La raíz de sus complejos y temores no es otro que la persona: teme al ser humano, su potencialidad, la maldad de su interior, su descontrol y su incapacidad. Le asusta imaginarse campesina, panadera, recadera, educadora,… Le asusta el tiempo y su recorrido, las secuelas que deja a su paso, la muerte, la vida…

  • ¿Qué religión practica?

Practica la falsedad de decirse creyente. Aprovecha los silencios que sólo se dan en los rosarios de misa para recrear los escenarios de sus novelas preferidas, disimulando su evasión postrándose sobre los bancos de la iglesia en una falsa postura de devoción, dirigiendo rezos de mentira.

  • ¿Está casado? Y si es así ¿con quién?

No lo está.

  • ¿Tiene represiones sexuales? ¿Cuáles?

Aparca sus frustraciones saciándose de sexo vacío con mentes huecas que ocupan su tiempo con falsas historias de un amor manido y sucio. Los días que suceden a estos fortuitos encuentros, María ahoga su vergüenza en un barreño, frotándose con rabia la piel y jurándose el fin de su incomodo pasatiempo.

  • ¿Sus viajes son largos o cortos?

Nunca ha salido del pueblo.

  • ¿Cómo va vestido?

Viste un luto apagado que cubre su cuerpo desde el cuello hasta las pantorrillas, guardando la memoria de un abuelo del que apenas conserva un recuerdo: su olor a tabaco rubio. Adorna su oscura figura con una pulsera de bisutería excesivamente brillante, recuerdo de uno de sus absurdos romances de domingo.

  • ¿Qué color es su preferido?

Todos los colores alegres.

  • ¿Qué le gusta comer?

Es muy golosa, le encantan los caramelos.

  • ¿Qué música escucha?

Muchas tardes acude al centro social del pueblo con sus amigas a destapar la gramola, para escuchar los vinilos de Cecilia y Victor Manuel.

  • ¿Baila? ¿Qué?

No le gusta bailar.

  • ¿Es una persona apasionada?

Ante muchos María representa la figura de una mujer sensata a la espera de un marido que la despose y mantenga en el hogar al cuidado de los hijos venideros, pero todo esto es pura apariencia. La realidad dista mucho de esta idea tradicional y cotidiana de la vida. María es pasional en todas sus vertientes. En sus enfados, alegrías y en la intimidad, es como un huracán de vitalidad.

  • ¿Qué busca en la vida?

Busca un ambiente en el que se sienta comoda y libre para ser ella misma, lejos de la presión que ejercen los prejuicios que obnubilan su entorno.

  • ¿A qué persona quiere más?

Siente que la mente de sus hermanos no está contaminada por las preocupaciones adultas, motivo por el cual María disfruta de la compañía de los niños que preservan la esencia de la infancia que tanto anhela.

  • ¿La gente le quiere?

Tiene la facilidad de cautivar a los demás. La sensualidad de su persona es envidiada y admirada por las muchachas de su edad, sugestionadas por el matiz concupiscente de la madurez prematura de María, pero todo el que la conoce siente hacia ella un cariño especial.

  • ¿Huele bien?

 Huele a pan.

  • ¿Hace ejercicio? ¿De qué tipo?

Le entretiene recorrer las entrañas del monte.

  • ¿Es melancólico o risueño?

Disfruta compartiendo su alegría con los demás, sin embargo, prefiere esconder la melancolía para padecerla en soledad.

  • ¿Cuál es su animal preferido?

Las mariposas.

  • ¿Duerme bien?

Duerme poco. La vida nocturna se le antoja más intensa y, por tanto, más provechosa.

  • ¿A qué hora se levanta?

Se levanta diariamente a las seis de la mañana para ayudar a su madre a hornear el pan.

  • ¿En qué trabaja?

Atiende el negocio familiar y, en ocasiones, ayuda a su padre con los trabajos del campo.

  • ¿Cómo se gana la vida?

María no dispone de ahorros. La totalidad de los ingresos registrados procedentes de la panadería son empleados para asegurar la sustentabilidad de la familia.

  • ¿Cómo acabará su vida?

Su vida, lejos de acabar, se verá truncada inesperadamente por la soga de la cordura. Avanzará de puntillas por esta divisoria entre la salud y la locura, en una afanosa búsqueda de la libertad.

domingo, 7 de octubre de 2012

Vueltas y más vueltas

Hoy hemos ido al parque de atracciones, a girar en el tiovivo bajo las miradas incrédulas de los niños que sí cumplían con la estatura recomendada para montar en él. Entre el vaivén de los columpios has lanzado al aire una frase curiosa para alguien que no tiene los pies sobre la tierra: “te quiero tanto que no se cuánto te quiero”.


martes, 2 de octubre de 2012



Retrato-regalo realizado por Laura Socas
Gracias por ponerle color a mis letras

sábado, 29 de septiembre de 2012

Mike Olfield - The bell

Marina la dulce


El ruido de la lluvia le arrancó del sueño. Retiró las cortinas con una mezcla de miedo y curiosidad nocturna, y tras ella, un espeso cielo blanco marfil se mezclaba entre los truenos. Marina, quien siempre detestó el mar, tenía un nombre salado.
Bajó la cama de un salto y se plantó frente a la puerta, descalza y sin más abrigo que la  vieja camisa de algodón que había ganado en un concurso de la radio. La radio, pensó…
Corrió hacia la cocina. Sus manos trastearon entre los cajones de madera que precedían la sala desde la pequeña mesa donde desayunaba cada mañana, sin más compañía que la que ofrecen el eco del motor del frigorífico y el chirrido de una cafetera estropeada. Unos segundos y cinco cajones revueltos más tarde, Marina encontró su viejo transistor.
El tiempo se había comido el color de la carcasa, y la ruleta de la frecuencia había cedido, dejando la varilla en una emisora a medio camino entre la 90.0 y la 95.5. Las pilas desprendían un líquido ocre, óxido, pensó. ¿Cuánto hacía que no la encendía?
Marina se olvidó de la radio, como olvidó todo lo demás. Había olvidado incluso la razón por la que se mantenía erguida, descalza y a oscuras en lo que parecía ser su cocina, así que, con un sabor agridulce volvió a la cama.
La mañana del día siguiente se estrenó con el regalo de tres halos de luz que se derretían desde la ventana, iluminando un antiguo y enorme tocador de madera de roble, oscuro. Del espejo que lo completaba colgaban diminutos papeles de color amarillo que le recordaban los nombres de los objetos que allí se encontraban. Peine, crema, pastilla azul, pintalabios, pastilla roja, María, libreta, pastilla blanca y roja,…
Sus ojos zigzagueaban, reconociendo las cosas, cuyos nombres habían sido tatuados con una desagradable tinta negra sobre aquellos cuadrados de la memoria.
Si hubo algo de lo que nunca llegó a olvidarse, fue de su barra de labios carmín. Antes de lavarse la cara, cada mañana, Marina dedicaba más tiempo a retocarse los labios que a recordar, fundiendo con torpeza el color con una precisión que rozaba el ridículo. Después, se envolvía en perfume, dejando un olor afrutado mezclado con la acidez de su piel descuidada.
Sus ojos azul marino disimulaban el llanto mudo e incansable que le acompañaba a todas partes. A su mente acudía la sombra de una frase… “lo ojos lloran muchas cosas, lloran soledad, desprecios, olvido…”