La ventana de Ángel
7:00 am
7:00 am
Amanece. La
vieja maleta de madera lleva dos días cerrada, en la misma posición, inmutable
e indiferente a la mirada de Ángel, su dueño. Mientras, él se entretiene
anudando los jirones de la sábana andrajosa del primer hostal que encontró
entre los callejones sumergidos de la gran ciudad.
No se ha movido
de la cama; no ha podido. El sudor resbala por su frente ennegrecida con los
restos del último carboncillo que le queda. Su bloc amarillento reposa junto a
él, sobre la colcha. Dentro del cuaderno hay un sin fin de hojas, muchas de ellas
sueltas y envejecidas, en las que aparecen los esbozos de caras sonrientes,
infantiles y adultas, algún octogenario y sobre todo, la repetición de un mismo
boceto. El mismo rostro inacabado una y otra vez.
19:00 pm
La ventana sigue
abierta. Desde ella, Ángel observa cómo el cielo apremia la caída del sol que
se desvanece en el horizonte. Desde que llegó, ese horizonte se le antoja
finito. Aún no ha reunido fuerzas para cerrarla y poco a poco el frío consigue
enhebrarse, tejiéndose en su piel, y clavándose como si de finas agujas se
tratase, a través de los surcos de su raído jersey de lana.
La noche ha
caído y todo se ha oscurecido con una velocidad pasmosa. Sin darse cuenta, se
ha visto envuelto por la sombra de la capital, y en su ahora dormitorio tan
sólo alcanza a vislumbrarse los escasos muebles sobre los que serpentean los
halos de luz de la farola de la calle. Su ansiedad crece por momentos, vuelven
los pálpitos desenfrenados y su acelerado pulso marca el comienzo de una nueva
crisis. Su mirada se pierde, sus músculos se contraen y el horror que le causa la
idea de morir sólo le asalta, golpeándole con fuerza la sien y el estómago. No
teme al dolor, teme temerlo. A Ángel le asusta el miedo.
Intenta dormir
para así no pensar. No pensar en su hermano pequeño, Bruno. Sólo hacía un año
que se había ahogado en el río del pequeño pueblo en el que vivían junto a su
madre, que desde hacía más de seis, padecía la enfermedad del olvido. Ángel
siempre creyó que el alzhéimer de Anabel había llegado en el peor momento,
justo cuando ya había conseguido olvidar las miserias que le habían rodeado
desde que su padre les abandonara para empezar de cero en algún país
extranjero. Sin embargo, no todo fueron desgracias en su vida. Hubo un tiempo
en el que todos fueron felices.
Ese tiempo se
había borrado de su mente, dejando paso a una matrioska emocional donde cada temor
encierra uno más pequeño, apenas perceptible, pero infinitamente más peligroso
que el anterior.
Ahora su mente
es golpeada con recuerdos del campo. El siena de la tierra, el rojo bermellón
de las amapolas, el borgoña de la vid…Recuerda el color en su vida y maldice esa
veladura en sepia que hace meses se ha instalado en su rutina, desde que se
levanta a las cinco de la mañana para abrir la estación, hasta que pasa el último
tren de las doce. Aún lleva puesto el uniforme. Se acuerda de la inocencia de
sus comienzos como guardián del ferrocarril. Por aquellos años, sus amigos aún
jugaban a la pelota mientras Ángel se despertaba con la luna, corriendo calles
abajo perseguido y custodiado por los perros insomnes del pueblo. Sólo él
disfrutaba del privilegio de portar la enorme llave de acero negro que abría
las puertas de la estación. Con una más pequeña, entraba al cuartucho que hacía
las veces de recepción, venta de billetes y consigna, y hasta bien caída la
noche, ofrecía asientos, cargaba las maletas y recibía las propinas de los felices
pasajeros que se perdían en el vaivén de los vagones.
Con tanto tiempo
libre había llenado un sinfín de libretas con colores pasteles, ceras y
acuarelas que traía Anabel de la ciudad cada mes, después de comprar el
tratamiento que frenaba los episodios epilépticos de su hijo menor.
Su estómago, que
ahora se retuerce entre el silencio sepulcral de la habitación, le saca de sus
cavilaciones. No ha comido nada desde que llegara dos días atrás, y aunque su
cuerpo no se había quejado hasta el momento, tiene la tez pálida y los ojos
hinchados y hundidos en un malva ojeroso. Con miedo, se agarra al borde de la
cama, comienza a inclinarse cautelosamente y a un ritmo extremadamente lento,
alarga el brazo hacia el suelo. Por fin se acerca y sus yemas rozan el corcho
de la botella, que atrapa torpemente, como el pescador que percibe la tensión
de la cuerda y tira de ella para evitar que su presa se escape. Bebe
compulsivamente salpicándolo todo y tintando de gotas moradas las sábanas
desechas.
Con la
embriaguez vuelven los miedos. Todo a su alrededor se tambalea y agradece estar
sentado. Lo agradece y lo detesta al mismo tiempo. No ha reunido valor para
poner los pies en el suelo, caminar hacia la ventana y acabar con todo y nada
al mismo tiempo. Al fin y al cabo nadie le echaría de menos. Por eso la deja
abierta, para no olvidarse de cruzarla llegado el momento.
El efecto del
vino hace que de pronto se sienta liviano, tan grácil como frágil.
Se acaricia las
manos con suma delicadeza, escrutándolas e insistiendo en las líneas que se
cortan en la palma derecha, donde una mezcla viscosa de sudor y polvo del
bastón del carboncillo ha calado en sus poros. Tal es su abstracción, que el
decorado ha vuelto a perder nitidez, dando paso a un súbito deseo de gritar. Y
así lo hace. Grita tan fuerte que su rabia muda de piel, convirtiendo el odio
en pena, en un lamento tan sincero y desgarrador como el aullido de un perro
callejero.
En su desolación
no caben alegrías, ni las más mundanas. No hay sonrisas, no hay nada ni nadie.
Todos le han abandonado, se han muerto… ¡qué sencillo!, pensó.
Revuelve la tela
desesperado, no puede creer que no encuentre el cuaderno, ¡pero si estaba aquí
mismo! Cuando al fin atina, descubre un sinfín de trazos negruzcos, sucios, que
ondean en el papel, delineando lo que parecen ser un perfil y varios frontales
de un mismo retrato. No hay un solo dibujo acabado. Los esbozos se cortan
siempre a la misma altura: los ojos. ¿Cómo pintar la mirada de quien ya no ve?
Con los años, y por desgracia, Ángel había aprendido a verlo todo bajo el
influjo de una empatía asfixiante, que le hacía padecer los dolores ajenos y
sufrirlos con una intensidad insana. A su forzosa avenencia se había sumado, durante
este último año, un hondo sentimiento de agonía permanente, que movía en él un
pavor continuo hacia lo desconocido. No entendía el principio de su existencia,
del mismo modo que ignoraba los detalles del que sería su final. Pese a todo,
cualquier desenlace, por macabro que fuese, le resarciría de una vida de tragedias.
Mantiene la
mirada clavada en la maleta. Aborrece la irritante quietud con la que se muestra,
impasible ante sus histerias, observando con descaro desde la distancia y dando
forma a lo que Ángel entiende como una sonrisa burlona, dibujada por las
arrugas que se forman sobre el cuero que la envuelve. Claro que todo forma parte
de su infinita imaginación. Solo le faltaba eso: perder la cabeza.
Por un momento,
siente el rubor propio de un borracho en la fase de autodestrucción, víctima de
sí mismo y de la peor de sus adicciones, la nostalgia, y aún consciente de sus
delirios, no duda un instante en jugarle un pulso a la maleta.
Ha puesto un pie
en el suelo, el izquierdo, para no variar. Está seguro de no haber ordenado tal
movimiento. Se sorprende a sí mismo bajando el derecho, aún con cierto recelo,
mientras su mente dispara una multitud de escalofriantes sensaciones que
recorren la totalidad de sus poros, tensando su piel y erizándole el vello de
la nuca y los brazos. Sus piernas tiemblan y cae de rodillas. Desde el suelo,
escucha cómo el crujir de sus huesos se abre paso entre el eco del asfixiante
silencio del cuarto. Rendido al dolor, arrastra su cuerpo hasta la esquina
donde el cuero, bajo un ángulo distinto, parece haber dibujado una mueca
compasiva, casi más hiriente que la primera. Se agarra con rabia a las cantoneras
de hierro que protegen los vértices, y haciendo uso de una extraña e inesperada
fuerza nacida del vientre, revienta la cerradura de la maleta, que ahora se
muestra abierta de par en par, como la ventana. En su interior reluce la hoja
de una pequeña navaja lacada, y el dorado de dos portarretratos antiguos. La sonrisa
de su hermano brilla, tanto como el marco, entre los tonos grisáceos y
blancuzcos de la foto. Sus ojos irradian ternura. Anabel tiene al pequeño en
los brazos y, su mirada, algo más perdida, rebosa dulzura y promesas de
protección. Ángel es el protagonista de la segunda fotografía. Posa sonriente,
orgulloso y seguro. Junto a él, la monumental verja de la estación y sus más
fieles compañeros; tres perros pastores de distintos tamaños.
Sus pensamientos
son ahora interrumpidos por una imagen. Es él, sentado en el tren de las doce.
A un lado, un bloc, una botella de vino y una caja de pinturas. Al otro, su
equipaje. En medio, el reflejo de la desazón. Un cuerpo etéreo, sin dueño.
Hacía tiempo que le rondaba la idea de marcharse, por eso, hacía solo cuatro
días que había rescatado del altillo la vieja maleta cobriza que recibió en
nombre de su difunto y desconocido padre, como única herencia, de manos de un
amigo de la familia. Decidió desaparecer silenciosamente para no alterar la
rutina del pueblo, pues la funesta noticia de un suicidio alborotaría a sus
vecinos, torturando sus conciencias con falsas punzadas de culpabilidad.
Sin pensarlo dos
veces, saca la navaja, echa un último vistazo al interior de su equipaje y se
levanta. Con el cuchillo en la mano, avanza hasta una puerta entreabierta de
madera tras la que se encuentra el servicio. Hay una bañera con patas dispuesta
en diagonal cortando la esquina, un taburete oxidado, una palangana de hierro
y, sobre los caños del lavabo, un espejo ovalado con manchas diminutas
fortuitamente distribuidas. Prudente, lo observa todo desde la puerta, aguardando
como único espectador el desenlace de su propia función. Mira de soslayo el
espejo, escasamente iluminado por la tenue cortina de luz que abre camino a la
aurora. Se acobarda. Aunque sus piernas ya han retrocedido, la mitad de su
cuerpo se asoma temeroso al interior del baño, donde el cristal le devuelve el
reflejo de un desconocido. Un sabor amargo recorre su paladar: la náusea que le
produce la realidad. No en vano se ha desterrado a un país de sabanas desechas,
alcohol y lamentos. Sin más miramientos, dirige el cuchillo al cuello,
hundiendo su punta en la piel. Siente cómo sus latidos bailan al compás que
marca su agitada respiración, que va en aumento, y un sudor helado se columpia
entre los surcos que han cristalizado una mueca de horror en su cara. Cierra
los ojos con todas sus fuerzas. Ladea la navaja
y la desliza. Repite ese movimiento hasta doce veces.
Se mira fijamente
y por fin, se ve. Es él. El candor de sus ojos le delata. Aún sin serlo, Ángel
se siente liberado de una carga colosal: la densa barba que cubría sus
inseguridades, donde mecía su vergüenza y se escondía de un mundo inhumano. Esa
barba que le daba una apariencia de bestia indomable y solitaria. La misma que
había robado la identidad de su mirada.
Camina decidido,
cruza la habitación y se detiene frente a la ventana. A través del pequeño
cuadrado observa cómo el sol ha vuelto a salir, por el mimo sitio, a la misma
hora. Por primera vez, repara en los transeúntes, que desfilan por la acera de
la calle de enfrente. Se deslizan meditabundos, ocultos bajo las pieles de sus
abrigos y envueltos en pañuelos de colores apagados, absortos en la trivialidad
de sus preocupaciones. De vez en cuando levantan la cabeza y se miran entre
ellos, pero pronto se arrepienten, y entonces se vuelven pequeños e invisibles
de nuevo. Lástima, pensó, soy como ellos.
Ha vuelto a
perder el control de sus intenciones, y su ingrávido cuerpo se estremece al
contacto con la caricia húmeda del viento: de pronto lo entiende todo. Cierra
bruscamente la ventana. Sonríe. De camino a la puerta recoge el cuaderno y la
fina varilla de carbón que le queda. Con esto bastará, se repite, dejando atrás
el hostal. Tiene un dibujo que terminar ahora que ha vuelto a encontrarse.